Segorbe es la otra villa castellonense de tránsito entre Aragón y el Mediterráneo, esta vez por el sur, lo que, sin duda, ha condicionado su historia y la idiosincrasia de sus habitantes, que desde tiempos remotos han poblado sus calles y plazas. Esta historia, muy marcada por ser Sede Episcopal desde el siglo XIII, y quizá por las necesidades expansionistas de la Iglesia, no ha hecho de Segorbe una ciudad cerrada en sí misma, sino más bien extendida en el territorio que la alberga; esa es una de las primeras imágenes que se quedan en la retina del visitante: una urbe que se desparrama entre dos cerros, lamida por el río Palancia.
El carácter abierto y expansivo en el territorio ha configurando un urbanismo hecho a capas de crecimiento. Así el visitante puede apreciar con claridad cómo, conforme va acercándose al centro histórico, se suceden, sin solución de continuidad, diferentes modelos urbanísticos y arquitectónicos, que marcan las distintas épocas que ha vivido la villa.
El visitante no se va a encontrar ante una ciudad organizada y estructurada en torno al valor turístico de sus monumentos y su trama urbana, más bien observará cómo sus habitantes se esfuerzan por entrar en el siglo XXI por la puerta de la modernidad, y sin dar la espalda a los vestigios de su historia, tratan de no quedarse anclados en ésta. Y restos de su pasado, que tanto provocan el anhelo de los turistas, los tiene. Así el primer agradable encuentro será el Ayuntamiento, un pulcro palacio del siglo XVI, que indica el comienzo de la ruta monumental en la que destaca sobre todo la Catedral, con un curioso claustro trapezoidal, e interior de la nave reconstruida en el siglo XVII, de estilo neoclásico.
Desde la Catedral iniciará el ascenso por el barrio antiguo, entre callejuelas estrechas que parecen cerrarse sobre sí mismas, en las que todavía se puede oler el aroma de sus antiguos habitantes musulmanes, hasta alcanzar el Castillo, desde donde el visitante disfrutará de una esplendida vista de la ciudad. En la bajada, el Museo del Aceite será una sorpresa inesperada.
Pero lo que hace de Segorbe una ciudad única es una tradición festiva de apenas hace 150 años: La Entrada de los Toros. Un espectáculo irrepetible, que en su momento más emocionante no alcanza los dos minutos, cuando los caballistas dirigen con una pericia admirable, una manada de seis toros lanzados en tromba por una calle saturada de gente, que con sabiduría y templanza se van apartando al paso del grupo équido-taurino. En boca de un asistente: cuando pasan los toros delante de uno, es un momento indescriptible, que dura décimas de segundo, pero que eriza todos los pelos del cuerpo.
Si el visitante no ha podido asistir a esa emoción, se tienen que conformar con intuirla en el magnífico museo dedicado a La Entrada de los Toros, que con maestría taurina explica el por qué y el cómo de esta tradición incruenta para los animales. Y tras la multiproyección que recrea La Entrada se promete asistir en directo, para vivir ese instante de máxima tensión emocional.
El carácter abierto y expansivo en el territorio ha configurando un urbanismo hecho a capas de crecimiento. Así el visitante puede apreciar con claridad cómo, conforme va acercándose al centro histórico, se suceden, sin solución de continuidad, diferentes modelos urbanísticos y arquitectónicos, que marcan las distintas épocas que ha vivido la villa.
El visitante no se va a encontrar ante una ciudad organizada y estructurada en torno al valor turístico de sus monumentos y su trama urbana, más bien observará cómo sus habitantes se esfuerzan por entrar en el siglo XXI por la puerta de la modernidad, y sin dar la espalda a los vestigios de su historia, tratan de no quedarse anclados en ésta. Y restos de su pasado, que tanto provocan el anhelo de los turistas, los tiene. Así el primer agradable encuentro será el Ayuntamiento, un pulcro palacio del siglo XVI, que indica el comienzo de la ruta monumental en la que destaca sobre todo la Catedral, con un curioso claustro trapezoidal, e interior de la nave reconstruida en el siglo XVII, de estilo neoclásico.
Desde la Catedral iniciará el ascenso por el barrio antiguo, entre callejuelas estrechas que parecen cerrarse sobre sí mismas, en las que todavía se puede oler el aroma de sus antiguos habitantes musulmanes, hasta alcanzar el Castillo, desde donde el visitante disfrutará de una esplendida vista de la ciudad. En la bajada, el Museo del Aceite será una sorpresa inesperada.
Pero lo que hace de Segorbe una ciudad única es una tradición festiva de apenas hace 150 años: La Entrada de los Toros. Un espectáculo irrepetible, que en su momento más emocionante no alcanza los dos minutos, cuando los caballistas dirigen con una pericia admirable, una manada de seis toros lanzados en tromba por una calle saturada de gente, que con sabiduría y templanza se van apartando al paso del grupo équido-taurino. En boca de un asistente: cuando pasan los toros delante de uno, es un momento indescriptible, que dura décimas de segundo, pero que eriza todos los pelos del cuerpo.
Si el visitante no ha podido asistir a esa emoción, se tienen que conformar con intuirla en el magnífico museo dedicado a La Entrada de los Toros, que con maestría taurina explica el por qué y el cómo de esta tradición incruenta para los animales. Y tras la multiproyección que recrea La Entrada se promete asistir en directo, para vivir ese instante de máxima tensión emocional.
Fuente: laescrituraesferica.blogspot.com
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