30.6.15

Cuando la izquierda no se enorgullecía de los gays y los consideraba enfermos


Hubo un día, nada lejano, en el que el progresismo consideraba la homosexualidad como un vicio y una tara psicológica propia de las clases privilegiadas. “Exterminad a los homosexuales y el fascismo desaparecerá”, decían.


Con toda seguridad, para una amplia mayoría de españoles sería una sorpresa saber que, hasta hace unos pocos años, lo que la izquierda manifestaba acerca de la homosexualidad no era, precisamente, orgullo. 

Ciertamente, en los últimos años esa misma izquierda ha hecho del arco iris una de sus banderas. Es indudable que ha conseguido que el de la homosexualidad se convierta en un asunto más allá del debate político, hasta el punto de que hoy la derecha le pelea -con enorme éxito- la parasitación de la causa gay: la hegemonía cultural progresista ha logrado que la homosexualidad alcance una entusiasta aceptación en la práctica totalidad del espectro ideológico. Tanto es así, que la defensa y promoción del mundo gay se constituyen hoy como un fundamental elemento discursivo del orden establecido.

Aún más: la acusación homofóbica se ha convertido en nuestros días en el instrumento inquisitivo por excelencia. 

Pero hubo un día, nada lejano, en el que el progresismo consideraba la homosexualidad como un vicio y una tara psicológica propia de las clases privilegiadas, y hasta establecía una identidad de la misma con el fascismo. Ese carácter clasista de la homosexualidad es mantenido en nuestros días por algunos de los más importantes teóricos de la izquierda radical, como es el caso de Slavoj Zizek (teórico de cabecera de Szyriza y de Podemos) para quien las reivindicaciones del lobby gay son “luchas de victimización de la clase media-alta”. Aunque no falte a quien le parezca novedoso, lo cierto es que la de Zizek es una postura que goza de larga tradición en la izquierda europea. 

Los padres fundadores: Marx y Engels 

Los fundadores del socialismo científico, es decir, Marx y Engels consideraron la homosexualidad como algo reprobable y hasta repugnante. Marx, para quien la primera de las certezas era que el capitalismo terminaría sus días hundido bajo el peso de sus contradicciones, se mostraba radicalmente contrario al malthusianismo y a las ideas de control poblacional. Por el contrario, cuanto mayor fuese el número de proletarios, más se agudizarían dichas contradicciones, hasta el punto de provocar la caída del sistema.

La homosexualidad no favorecía el aumento de población, y era vista como una consecuencia de la degeneración burguesa, del mismo modo que las prácticas abortivas o la drogadicción. Para Marx, todo lo que no fuesen relaciones entre hombres y mujeres era una aberración, de modo que “la relación de un hombre con una mujer es la relación más natural de un ser humano con un ser humano”. A mayor abundamiento, los predicadores del amor libre no eran más que “estúpidos maricones”. (Varias décadas más tarde, el socialista alemán August Bebel insistiría en La mujer bajo el socialismo –la obra más leída por los militantes del SPD antes de la IGM- que “el crimen contra natura es patrimonio de la degeneración de las clases altas y burguesas”).

 El otro fundador esencial del marxismo, Friedrich Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, calificaba la homosexualidad como “abominable” y “despreciable”, y terminaba calificándola de “monstruosidad moral”. Ni Engels ni Marx dudaron en emplear la acusación de homosexualidad para desacreditar a algunos de sus enemigos. “Exterminad a los homosexuales y el fascismo desaparecerá”.

Después de la IGM, la izquierda desplegó una homofobia radical, ya que consideraba que fascismo y homosexualidad eran una misma cosa. De acuerdo a la psiquiatría clásica –y hasta 1990 según la OMS-, la homosexualidad obedecía a un infantilismo psíquico, fundamentado en el rechazo de la alteridad, el miedo a lo diferente. Se trataba de una suerte de fobia patológica. De modo que el hiperbólico nacionalismo característico del fascismo encajaba a la perfección con el paradigma psíquico de la homosexualidad. Para Wilhelm Reich, padre de la escuela psicosexual, “la homosexualidad sociológica y psicológicamente es una aberración de la derecha nacionalista y, sobre todo, fascista…contra la inmoralidad de los nazis, los antifascistas evocan su propia racionalidad y pureza.” 

 La identificación de homosexualidad y fascismo se acentuó con el trascurrir del tiempo, y para comienzo de los años treinta, los marxistas alemanes se mofaban de las notorias tendencias eróticas de algunos de los líderes nazis (especialmente los de las tropas de asalto, las SA). Los socialistas denunciaban con asiduidad el “peligro” que para los padres suponía dejar a los jóvenes en manos de los “pederastas de la Hitlerjugend”; el Münchener Post, publicó en 1931 una serie sobre “Nacional Socialismo y Homosexualidad” y “Hermandad de Maricas en la Casa Parda”. En la prensa de izquierdas, los chistes sobre la condición sexual de los nazis eran frecuentes. Acosados por este tipo de propaganda, los nazis llegaron a denunciar ante los tribunales a los socialistas cuando estos aseguraron disponer de pruebas que demostraban que el dirigente de las milicias nazis, Ernst Röhm –un notorio sodomita-, pagaba los servicios de prostitutos.

En 1934, el mismo año en que Stalin incluyó la sodomía como delito, el celebrado literato Maxim Gorki escribió en Humanismo Proletario: “Exterminad a los homosexuales y el fascismo desaparecerá”. Hasta entonces, la homosexualidad era considerada una enfermedad en la URSS; desde marzo de 1934, el artículo 121 del código penal soviético recogía las penas a imponer por prácticas de este tipo: cinco años si la relación había sido consentida y hasta ocho si se trataba de un menor. Según el ambientalismo marxista, la homosexualidad era un vicio burgués; una “sociedad sana” no tenía sitio para “tales personas”. La homosexualidad pasó a ser definitivamente contrarrevolucionaria, de modo que unos 50.000 homosexuales masculinos fueron enviados al Gulag por su condición a partir de los años treinta.

El cambio… 

En 1950, se publicó un polémico volumen titulado La personalidad autoritaria, especie de obra colectiva dirigida por Theodor Adorno que apuntaba a que el fascismo era la consecuencia de la educación en los valores tradicionales. Unos años después, Adorno incluso afinó en la idea psicosexual de que el fascismo consistía básicamente en la repetición en la edad adulta de pautas violentas aprendidas en la infancia: los niños educados en hogares estrictos eran los fascistas del mañana. 

De este modo, son ahora los valores tradicionales los que pasan a ser patológicos. Al mismo tiempo, y en consecuencia, se desplazó la consideración de la homosexualidad desde su originario carácter fóbico y patológico, hasta su incardinación en una interpretación genéricamente hedonista del mundo y la existencia.

La homosexualidad no estaba ligada de ningún modo a la familia tradicional y represiva. Horkheimer, Adorno, Marcuse y otros exiliados socialistas alemanes (la Escuela de Frankfurt), utilizaron la nueva visión para cuestionar los fundamentos de la cultura occidental judeo-cristiana. Así, Lacan afirmaba que “no hay hombres ni mujeres, sino sólo sujetos, todos castrados, todos perdidos”.

Como las elites tradicionales no permitirían la sustitución de los valores dominantes por las buenas, habría que realizar la labor a través de la ingeniería social (algo que ya había barruntado Gramsci un cuarto de siglo antes), lo que no excluía ningún género de medios a emplear. La escuela de Frankfurt rescatará lo posible del naufragio marxista, esencialmente el marxismo cultural.

Aunque en principio Sartre -mascarón de proa del 68- no había rechazado la teoría psicosexual que identificaba al fascismo con la homosexualidad, pronto cambió de perspectiva, sumándose a la idea frankfurtiana de que la génesis del fascismo era distinta a la de aquella. En consecuencia, lo que conocemos como sesentayochismo representa una mutación que pondría punto y final a la ecuación fascismo-homosexualidad. El existencialismo, tras la segunda guerra mundial, no abandonó su característica desesperanza anterior, pero sí la mimetizó con la felicidad a través de una alegría hedonista puramente epidérmica. Su oposición a los valores tradicionales, en fin, es lo que hizo que la homosexualidad dejase de ser considerada una patología y pasara a convertirse, en el marco de unas sociedades hipersexualizadas, en una eficaz palanca de destrucción de los fundamentos tradicionales de la cultura occidental.

Información ofrecida por Fernando Paz en el diario La Gaceta.

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